El agro ecuatoriano está lleno de falsas dicotomías, que empantanan a sus actores en discusiones estériles mientras la pobreza rural crece, al igual que las frustraciones, creándose un caldo de cultivo propicio para extremismo y la violencia, tal como hemos sido testigos en los últimos años.
Dentro de esas disyuntivas absurdas se destacan, la seguridad o la soberanía alimentaria, o en su defecto, el mercado nacional versus las exportaciones, o también los conocimientos ancestrales y las tecnologías modernas, la producción orgánica o el uso de agroquímicos, y podríamos seguir con un largo listado, como eficiencia de costos o diferenciación por calidad, alimentación vegetariana o consumo de proteína animal.
Se han creado verdaderos “bandos” que defienden un solo lado de esas opciones, como que en vez de ser alternativas complementarias fueran opuestos insalvables; nos falta una mirada dialéctica, entendida como tal, la contradicción y dentro de ella momentos de confrontación, pero también de colaboración, para finalmente llegar a una solución con un nuevo equilibrio.
Más allá de la sobre ideologización y el metalenguaje de la famosa “vulnerabilidad alimentaria” se esconde el fantasma ya presente en el campo y la ciudad del hambre, y mientras los eruditos discuten sobre si la solución es la seguridad o la soberanía alimentaria, el hecho es que 4 de cada 10 niños en las zonas rurales, de donde salen los alimentos, sufren desnutrición.
La seguridad alimentaria en buen romance es poder comer y la soberanía alimentaria es poder comer lo que queramos comer, pero obviamente, la prioridad es poder comer y no estamos para filosofías que incluso plantean que ser soberano, alimentariamente hablando, es comer los “culturalmente adecuado”, y ustedes se preguntarán qué es eso y quién decide sobre eso. De acuerdo con los “genios”, un indígena en Toacazo no podría comerse un cebiche de concha porque no responde a sus patrones culturales o un esmeraldeño no podría tomar un locro de papas, porque no es “culturalmente adecuado”.
En un mundo globalizado y con cientos de miles de migrantes ecuatorianos de todas las regiones, regados por el mundo, lo “culturalmente adecuado” es cualquier alimento que nos apetezca, lo importante es que no exista el hambre y por eso dialécticamente, primero hay que asegurar la alimentación sobretodo de los niños y en la medida de que el nivel de ingresos mejore, llegaremos a la soberanía alimentaria, pero no desde imposiciones o prohibiciones culturales sino desde la capacidad adquisitiva de la población para poder comer lo que quieran comer, sin chauvinismos, para disfrutar con deleite un caldo de bolas de verde o un chupé de pescado, tanto como un yahuarlocro o una fanesca y por qué no una pizza italiana o una hamburguesa gringa, un chaulafán chino o un shawarma árabe, lo que usted, ser humano planetario quiera comer.
Se escuchan muchas veces discusiones destempladas de los que defienden la producción para el mercado nacional y piden medidas de protección, con los que anhelan exportar y quieren firmar a toda costa tratados de libre comercio, y son tan acalorados esos “debates” que tal pareciera que si se exporta nos vamos a quedar sin alimentos y que, si se abren las fronteras, el mundo nos va a inundar de alimentos y no podremos producir nada.
Por qué no usamos la dialéctica combinada con una pizca de sentido común y nos planteamos un escenario de múltiples beneficios en el que aseguramos la alimentación de la población en rubros en los que tenemos posibilidades de ser competitivos y son relevantes en la dieta de los ecuatorianos, como el arroz, el maíz amarillo, las papas y la leche, más frutas tropicales y andinas, y por supuesto, legumbres para ensaladas, con alta productividad y calidad, a precios competitivos, asequibles al bolsillo promedio y con el resto de la tierra disponible nos ponemos en serio a producir también con eficiencia y calidad, para exportar de manera inclusiva, es decir con la participación de pequeños productores como trabajadores agrícolas, proveedores de materia prima o exportadores directos, y de esta manera poder generar más empleos, captar divisas para nuestra economía dolarizada y obtener ingresos para reducir de manera significativa la pobreza rural.
Es claro que, en términos de estrategia de mercado, existen dos opciones, la eficiencia de costos o la diferenciación por calidad y hay que optar por una de ellas, pero no son alternativas opuestas sino complementarias. En la estrategia de eficiencia de costos, prima la productividad, bajar el costo de producción al máximo, porque se trata de productos con márgenes bajos en donde se gana por volumen, pero eso no quita que no exista una preocupación por la calidad; un ejemplo de ello es el arroz, un cultivo en el que el nombre del juego es la productividad y el costo, pero con consumidores cada vez más exigentes a la calidad (sin piedritas ni cáscaras, sin granos partidos, grano largo y envejecido).
Si nos decidimos por la calidad en cacao, entonces la prioridad, desde la pepa en baba, pasando por la fermentación y el secado para conseguir el mejor aroma, así como la denominación de origen y las certificaciones con trazabilidad, pero eso no obsta para buscar un cacao fino de aroma de alta productividad, porque sino ocurre lo que está pasando desde hace años, que los cacaoteros migran hacia el CCN51 en detrimento del cacao nacional fino de aroma.
¿Alguien en sano juicio piensa que el conocimiento empírico, el conocimiento ancestral no vale nada y que solo son útiles las tecnologías modernas? O al revés, ¿a alguien con dos deditos de frente se le ocurre despreciar a la ciencia y solo hacer caso a las tradiciones? No será mejor, digo yo, en la era del cambio climático, ¿combinar lo empírico-ancestral con lo científico-moderno?
Por ejemplo, qué tal si en vez de discusiones bizantinas no se combinan las albarradas que hemos conocido durante generaciones desde la época precolombina, con el riego por goteo con micro aspersores, o la agroecología de manera integral, que combine rotación de cultivos, sistemas diversificados, bioinsumos y cuando sea necesario, insumos químicos aplicados con drones, tendríamos así en vez de una discusión tonta con pérdida de tiempo, una producción sostenible en la cual, con dialéctica resolveríamos las contradicciones entre modernidad y tradición, entre agricultura con bioinsumos y la agricultura con insumos de síntesis química de baja toxicidad y solo en las dosis indispensables, como en la medicina para humanos.
Es verdad que la agricultura tiene productos no alimentarios como la fibra de algodón o de abacá, el acete de higuerilla o de piñón, pero su rol fundamental es la alimentación; para que podamos comer y alimentarnos como nos plazca, con variedad, con productos nutritivos, sanos, inocuos, sin que exista hambre como ahora en Ecuador y en el mundo, necesitamos dejar atrás la “bobería” de esas falsas disyuntivas y trabajar en serio, de manera dialéctica para combinar conceptos y estrategias, para asegurar la alimentación interna y a la vez exportar de manera competitiva, para complementar los valiosos conocimientos ancestrales con las más modernas tecnologías, para ser realistas y manejar una base agroecológica que utilice también insumos de síntesis química, para alcanzar costos competitivos y calidad estándar.
No es lo uno o lo otro, salvo excepciones, la mayoría de veces es lo uno y lo otro de manera complementaria, porque la dialéctica de la vida, que también se expresa en el agro es más compleja que las miradas obtusas y simplistas del extremismo, es además a colores y no el aburrido fanatismo del blanco o negro. Así es el agro, dialéctico y multicolor.
Ney Barrionuevo, especial para D’UNA
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